jueves, 7 de julio de 2011

LA BORLA DE HONORIS CAUSA A



Por: Antonio Pasquali
apasquali66@yahoo.com




Mañana se recibe de Doctor honoris causa en la Universidad Metropolitana el ing. Armando Scannone, un gallardo roble de casi 89 años, y no por su profesión civil sino por haber elevado a niveles de privada excelencia y pública utilidad su amadísimo hobby, la cocina, que practica con mente organizada, refinada memoria gustativa, nacionalismo de calidad y una infatigable búsqueda del placer de comer.
La honorificencia es insólita. Con ella ingresa Venezuela al manípulo de países que toman el convertir en virtud la necesidad de comer como una relevante conquista cultural, generadora de un patrimonio hoy llamado “inmaterial”, y deciden otorgar a sus gastrónomos, investigadores, dietistas y productores de calidad alimenticia sus más altos honores académicos. Acosado por la invasión de química y genética en la cocina, informaciones dietéticas y comerciales contradictorias y payasos que nos venden nitrógeno y espumas por comida, el buen comer lucha por no perecer y se ha puesto de moda como nunca en la historia del hombre. Una moda que da para todo, incluyendo un deseo de autenticidad, de no cortar el cordón umbilical con los orígenes y de revalorizar el producto local hoy llamado “cero kilómetros”. Se están publicando en el mundo unos 600 libros mensuales de cocina (a escoger con cuidado), crecen el comercio gastronómico y los programas radiotelevisivos o electrónicos de cocina, y nacen por doquier nuevos vástagos y copias de copias de aquella arquetípica Escuela de Cocina Cordon Bleu fundada en París en 1895 por la periodista M. Distel. Es en 2004 cuando se abre en Italia, por mérito de Slow Food, la primera Universidad sólo dedicada a Ciencias Gastronómicas, y es apenas en noviembre 2010 cuando la UNESCO consagra la nueva tendencia incluyendo por primera vez en su lista del “patrimonio cultural inmaterial de la humanidad” a tres superlativos bienes gastronómicos: la dieta mediterránea, la cocina francesa y la cocina mexicana. Salvo omisiones, Venezuela pasa a ser mañana el primer país de América latina que otorga un doctorado honoris causa a un gastrónomo; una idea progresista cuyo mérito corresponde a la UniMet, y que ojalá sea la primera piedra de una Facultad venezolana de Gastronomía.
Armando Scannone pertenece a la coorte de aquellos americanos de primera generación, hijos de inmigrantes, que crecen cual vástagos trasplantados de la vieja almáciga a mejor terruño, y traen debajo del brazo un podiecito al que se suben para ver más lejos y más hondo; un fenómeno que los psicólogos sociales nos explicarán algún día y que pareciera privativo del Nuevo Mundo. Una tipicidad que viene de lejos, un rasgo ab ovo como decían los latinos: hacia 1.550 (así se inicia la secuencia “primera generación”) los primeros dos americanos enjuiciados por intento independentista son Martín el legítimo y Martín el mestizo, hijos… del conquistador Hernán Cortés. De primera generación fueron Amedeo Giannini y Carlos Gardel, José Martí, Fidel Castro y Ernesto Sábato, o para quedarnos en casa Luís Razetti, Alberto Adriani, Francisco De Venanzi, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, o el Vicente Gerbasi de la célebre oda al padre inmigrante… Un fenómeno que comprende, pongamos, los casos de George Gershwin, Ernesto Lecuona o Antonio Lauro, hijos de madres que les cocinaban borsch, gofio y espaguetis, y que terminan expresando en música, como pocos, la esencia melódica de sus respectivas culturas. También Antonieta, la madre de Armando, oficiaba el amoroso rito dominical de servir a su familión fusilli que enrollaba a mano, uno por uno, sobre agujas de tejer, y de seguro nunca imaginó que uno de sus niños llegaría a ser el maestro indiscutido de la cocina venezolana. A ese Parnaso americano ingresa mañana Armando Scannone, abriendo en él la sección “gastronomía”.
Armando crea una cesura en el interés culinario venezolano, un “antes” y un “después”. Tiene tras sí un largo “antes” (recordemos al voleo a Tulio Febres Cordero, Ramón David León o las queridas morochas Bertha y Cecilia), pero su obra es la primera y exitosa sistematización de la cocina criolla. Sus libros han fijado todos los arquetipos y estereotipos culinarios de Venezuela; imposible afirmar que ya no se sabe preparar, digamos, un guiso de cazón como antaño, su fiel receta estará al alcance de todos por decenios y siglos en las pp. 212 y 309 de su “libro rojo”. Pero su verdadera gloria está en el carácter orgánico de su recuperación patrimonial.
Hay nacionalismos de pacotilla y hasta canallescos, y los hay honestos y necesarios como el de Armando. Uno de los enunciados fundamentales de los Estatutos de la UNESCO pide a la humanidad “salvaguardar la fecunda diversidad de las culturas” porque sólo la diversidad es fecunda, y es deber de cada cultura preservar la propia (mejor viva que en los museos) y legar a la humanidad sus particularidades. Lejos de las novelerías moleculares, o de la asesina “fusión” de sazones, Armando Scannone ha asumido con éxito ante Venezuela y el mundo la salvaguarda de la diversidad culinaria nacional en una obra sistemática y esencialista cuyo legado se volverá precioso con el tiempo. Ella reproduce, a escala venezolana, similares hazañas llevadas a cabo en Francia por Francois de la Varenne, cuyo Cuisinier Francois de 1651, incunable de la cocina moderna, tuvo más de 20 ediciones en vida del autor, y en Italia por Pellegrino Artusi, cuyo La Scienza in Cucina e l’arte di mangiar bene de 1894, de incontables ediciones, codificaba por vez primera el perfil culinario de un país recién unificado. Este parentesco con La Varenne, Artusi (o el español Angel Muro) no es sólo metodológico, también lo es como milagro editorial. Armando tiene publicados 18 títulos (y vienen dos más) que en conjunto pasan de 88 ediciones y varios cientos de miles de ejemplares. En la Venezuela nacional y de la diáspora, cocinar criollo es sinónimo de consultar a Scannone. Levantemos las copas y brindemos por el doctorando, y para que México y Argentina, Brasil y Perú tengan pronto su propio Armando.