La cruzada por el
ingrediente perfecto
Conseguir pescados frescos y fuera de serie, vegetales de calidad y ajenos a la monotonía o carnes que cumplan las exigencias de un buen restaurante, puede ser un camino escarpado. Contados chefs han asumido con tenacidad la búsqueda de productos de excelencia que se salgan del carril masivo. En el camino, se dan cuenta de que hay contados productores que los ofrecen, pero hacen faltan mayores esmeros para que la variedad y riqueza de este país lleguen a las mesas.
Carlos García cuelga su filipina de chef, monta dos cavas de anime en su camioneta y emprende el empinado recorrido que suele hacer dos veces por semana, a las 5.30 de la mañana: tomar la vía hacia Galipán en El Ávila, para desembocar, curvas y paisaje silvestre después, del lado del mar. Allí donde aguardan los peces, potenciales pescados frescos y futura carne blanca que será preparada por él y degustada en Alto, su esmerado restaurante en Los Palos Grandes. En el camino se atraviesa un animal silvestre de incierta especie y cambia radicalmente la geografía de agobios citadinos. Y mientras él va rumbo a La Guaira para comprar pescado, a distancia y por celular, habla con un proveedor de El Jarillo, quien le avisa que tiene unas papas gigantes para su restaurante. Y cuadra con Beatriz, la mamá de su colega Ana Belén Myerston, para que le mande unas berenjenitas tailandesas, brotes, flores y vainitas que ella cultiva en Mérida. ¿Un chef tiene que hacer esfuerzos para conseguir productos de calidad? Tranca el teléfono, mete la "mocha" de la camioneta, muestra la empinada cuesta que hay que remontar y contesta con otra pregunta: "¿Te parece poco?" "Welcome to the jungle", avisa García y estaciona en el Mercado Turístico de La Guaira: allí donde, a diario, llegan los pescados recién salidos del mar cercano. Ese bautismo con el apellido turístico puede parecer una ironía antes de entrar. Las afueras del mercado son más fieles a su apodo: el mosquero. Pero adentro cambia el panorama y aguarda refrigerada una parte de la abundancia que ofrece el mar propio. "Aquí consigo pescados que no hallaría en Caracas. Pámpano, por ejemplo, que es un pez maravilloso, suave, mejor que el mero. O el mero doncella. O la catalana, que la gente está acostumbrada a comer frita, pero yo la preparo marcadita a la plancha y luego al horno para que quede melosa". García compra catalanas, un rozagante jurel de ocho kilos, algunos mariscos, mientras se pregunta por qué no puede acceder a los mejillones vivos como en España: aquí ya llegan sancochados a las pescaderías. "Yo estaría dispuesto a pagar más por ellos", le explica al pescadero. Tras la nevera, su interlocutor desmenuza el pragmatismo que lo impide. "Hay que hablar con el pescador. Y sería un proceso largo. Y fastidioso".
Fin de la cita. ¿Resultado? "Todo el mundo se acostumbra a trabajar con los mejillones sancochados", dice García. Al final se impone la demoledora dinámica del "esto es lo que hay".
Tras el esfuerzo extra que pocos asumen, García lleva en las cavas productos que conjuran la tiranía del mero-pargo-atún, a precios más amables. "Para los pescaderos es más comercial tener esos pescados. Los otros se desechan desde el barco. Uno de los problemas es que tenemos escasa cultura gastronómica como consumidores y no sabemos que en este país hay cantidad de productos mejores que se pueden aprovechar y exigir". Desde el restaurante Mokambo, en Las Mercedes, la chef Ana Belén Myerston saltea similares certezas. "Hay una limitación mental del venezolano a no apreciar cosas muy nuestras que están en la memoria gustativa, pero que se asocian a otro contexto y que si lo ves en un restaurante, lo ves como `fo’. Por ejemplo, el carite: la gente lo imagina sólo para comerlo en la playa bajo un techo de zinc. Y resulta que tiene un sabor increíble que supera al mero. Yo no lo preparo en ruedas, sino el lomo grillado con puré de habas. La gente decía "¿carite?" Y ahora lo piden más que el mero. Yo, por eso, busco pescados distintos".
ESTO ES LO QUE HAY Si salir del mero-pargo-atún requiere esfuerzos extras, la cosa toma otro tenor cuando en algunos restaurantes tratan de buscar la tierna carne de un lechón de pocas semanas, o un corderito en su momento propicio para el mejor mordisco. Al chef Francisco Abenante, apostado en Barquisimeto y a cargo del estelar El Círculo, le llamaban "el loquito" cuando comenzó a pedir a los productores corderitos y lechones que no llegaran a 10 kilos. "Para ellos es mejor engordarlos más. No entendían. Yo les decía `dámelo más pequeño, pero cóbramelo más caro’. Decidí invitarlos al restaurante para que probaran cómo es más tierna y rica la carne de animales jóvenes. Y sólo entonces dijeron `vamos a hacerle caso al loquito". Una ecuación ardua atenta contra las aspiraciones de muchos cocineros. "Las exigencias que uno tiene como restaurante no son comerciales: un lechón de cuatro kilos como el que yo necesito no es tan rentable como un cochino de 20. Y ellos dicen que no se mueven por cinco lechones cuando pueden vender 200 kilos de cochino", dice Carlos García, quien apostó por tener un carnicero de confianza que le busque las carnes más propicias
Takeshi Nagahama, joven chef japonés, con una meritoria formación en España y apostado en la Estancia San Francisco, en Mérida, se ha tomado en serio la cruzada por los ingredientes que luego cuece a fuego lento. Todos los días, a las 8:00 de la mañana, va al mercado de Mérida a buscar los vegetales como él los requiere –"aquí no es como en Japón que todos son igualitos"– y de paso ha entablado un tenaz diálogo con quienes crían los animales, para que se los ofrezcan como él los busca. "No es lo mismo un cochinillo de cinco kilos que uno de 10. En España es fácil, porque los que crían saben lo que le gusta a la gente. Pero aquí no quieren vender animales pequeños.
Creen que no es rentable. Yo los convenzo, y al principio me los traen. Pero luego van creciendo en tamaño. Y les explico que quien probó la carne tierna de un lechón pequeño, no la va a querer distinta".
Si hablar con los productores es un esfuerzo viable sólo para pocos, hay iniciativas más extremas para conjurar la dictadura de lo que no se consigue. Esa fórmula elaborada la maneja, por herencia, el chef Marc Provost de Le Petit Bistro de Jacques. Él no tiene que batallar por las medidas de los lechones. De su padre, el emblemático Robert Provost, heredó una finca antes dedicada a sofisticados faisanes y donde ahora cultiva sus vegetales, saca café, cosecha sus lechugas, y cría los corderos y lechones que luego se devoran en el restaurante. "Yo combino la alimentación de los cochinos con restos de comida del restaurante y cambures. Así no engordan tanto, pero son más bellos. Y no botan tanta agua al cocinar". Los conoce desde pequeños.
LA CRUZADA DE LOS PRODUCTORES
Entre la posible variedad que puede ofrecer este país espléndido en ingredientes, y lo que realmente llega a las mesas, el trecho se convierte en abismo. Y pareciera misión imposible que las delicias de quesos y cremas de leche de Lara, los chorizos de Río Caribe, los mejillones de Carúpano o los tomates margariteños –por mencionar sólo unos cuantos– se transformen en platos estelares en los distintos restaurantes.
Simplemente, no llegan. Están tan lejos y tan cerca. "En efecto, hay muchas cosas maravillosas que no llegan. Yo he tratado de darle un vuelco agradable a esa dificultad. Estoy todo el tiempo buscando cosas diferentes en Venezuela. Y trato de incentivar a productores para que ofrezcan cosas distintas", dice la chef Ana Belén Myerston. Y como el esfuerzo empieza por casa, hace ocho años convenció a su mamá, Beatriz Hermelín, para que cultivara en el Vallecito de Mérida vegetales fuera de serie. Ahora, su progenitora surte a los restaurantes elegidos con berenjenas tailandesas, vainitas amarillas o coliflores morados. Y es parte de esa breve cofradía de los productores que apuestan por la excelencia en pequeña escala y para beneplácito de algunos restaurantes. Así, los contados cocineros que no se conforman con los dictámenes de los proveedores masivos, conservan como tesoros de su agenda a los pocos productores que apuestan, con constancia, por una calidad pensada para ellos. Y todos los caminos, aunque resulte increíble, llegan siempre a los mismos nombres y apellidos: los vegetales de Beatriz Hermelín, las hierbas y brotes de Esperanza Calviño con su finca Aguamiel, los quesos de cabra de José María Padial y Eva Guerón, las finas hierbas de Finca Dos Aguas. ¿Por qué no son más? "Aquí se podrían hacer y cultivar cosas increíbles. Yo he ido a La Colonia Tovar a convencerlos de otras posibilidades, pero no me paran. En los restaurantes son consumos pequeños para sus escalas", dice Myerston. Pero ella, como otros cocineros, no se conforma con esa última palabra: confía en que la monotonía sólo se conjura con tenacidad.
---------------------------------CARLITOS EL "MUY ALTO" (ya es un nivel) :)
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